Imaginemos un ensayo titulado Toy Story: Un Análisis Marxista. Tomarse en serio películas, series y videojuegos viene como un precio. El precio es la distancia, el abismo que percibimos entre la aparente banalidad de la pieza analizada y la seriedad del análisis. Esta brecha tiende a cerrarse cuando consideramos la historia de la humanidad; cuando recordamos, por ejemplo, que mucha de nuestra moralidad está basada en una religión, que a su vez está basada en fábulas y parábolas. Las historias que contamos como humanos son un espejo, una mirada a la textura más profunda de nuestro ser.
Aún con eso en mente, la amenaza de la distancia nunca desaparece. Nuestra cultura marca una distinción entre el llamado mundo real—el mundo del trabajo, el dinero, las relaciones y el disfrute—y la fantasía, considerada el terreno de niños y tontos. En ninguna parte de nuestra cosmovisión moderna permitimos la sugerencia de que son precisamente nuestras ideas y ficciones las que informan el mundo práctico.
Una fábula es la parte de la narrativa que, hasta donde sabemos, falla en tocar algo Real, excepto por aquel residuo invisible e indirectamente accesible que nace de cualquier imaginario.
-Alain Badiou
El presente ensayo es un experimento sobre esa distancia. No solo vamos a analizar una obra de ficción animada para niños (una “caricatura” si nos sentimos despectivos) sino que vamos a hacerlo con la mayor seriedad y rigor posible. Se trata de One Piece, un manga escrito por Echiro Oda desde 1997, y posteriormente adaptado para televisión. Antes de entrar en apreciaciones personales, quiero mencionar dos hechos concretos. One Piece lleva más de veinte años corriendo y actualmente, con 470 millones de copias, es el manga más vendido de la historia. Si nada más, esto debería confirmar al lector el enorme impacto cultural que la obra ha tenido dentro y fuera de Japón.
La gran aventura
En los seis años que me ha tomado ponerme al día con One Piece, he llorado y he reído. He pasado horas pegado a la pantalla siguiendo una trama que no podía soltar. Pero más importante que eso, he seguido regresando a momentos particulares, a diálogos o sucesos dentro de la serie que me han dejado una tremenda impresión personal. Momentos que, sin forzarlo, encuentro totalmente aplicables a mi forma de entender el mundo (sí, el mundo “real”). Ahora quiero intentar articular por qué.
No está de más decir que Oda es un maestro de la narrativa. Su propia familiaridad con el cine y el manga le ha dado una profundidad de reflexión, una sensibilidad moral y un carácter existencial de la cual impregna a sus personajes. Pero el genio de One Piece va más allá del genio de un solo hombre, y es que una historia contada a lo largo de 23 años comienza a tomar vida propia. El absurdamente vasto mundo de One Piece y sus personajes, igual de vastos y llenos de idiosincrasia, se vuelven más grandes que el autor, quien no tiene opción más que dar una dirección a las fuerzas que ya puso en marcha.
Ahora es justo dar un paso hacia atrás. Puede que los párrafos anteriores hayan dado la impresión de que One Piece es una historia compleja, deliberadamente inyectada con filosofías oscuras y técnicas narrativas avant-garde. Pero recordemos que One Piece está hecho para niños, o cuando menos, busca ser accesible para niños. Esto significa que Oda comparte el reto de Charles Shulz o estudios como Pixar o Ghibli: balancear simplicidad con complejidad; ser lo suficientemente rico, sutil, maduro y universal para adultos sin llegar a ser aburrido o incomprensible para niños. Al crear un mundo diverso y lleno de referencias a la cultura oriental y occidental (desde Al Capone hasta Don Quijote), al llenarlo de personajes identificables con motivaciones reales, al meterlos en situaciones éticamente ambiguas dentro de una aventura inimaginablemente simple y dinámica, One Piece consigue ese balance milagroso.
¿Entonces de qué trata One Piece? Sencillamente, trata de Luffy, un joven que quiere ser Rey de los Piratas y las aventuras que vive junto con su tripulación para lograrlo. Claro que a Luffy lo rodea un mundo de política compleja, de conflictos globales, de opresión, explotación, y una historia de mil años que nos es revelada gradualmente en el transcurso de la serie. Hasta los personajes más secundarios tienen historias trágicas y personalidades genuinas, y todos juegan un papel dentro del interminable rompecabezas histórico-narrativo de la serie. Pero aún así, el punto es simple: Luffy y su camino a la isla final de Raftel.
La filosofía del evento
Para entender por qué esto es tan importante, quiero recurrir al filósofo contemporáneo Alain Badiou, a quien citamos anteriormente. “Una figura como Platón o Hegel camina entre nosotros”; así se refirió a él su amigo y colega Slavoj Žižek. Aunque podría parecer exageración, Badiou se ha ganado un lugar importante en la filosofía continental por lo ambicioso de su proyecto. Mientras la tradición occidental se ha alejado de la búsqueda de verdades absolutas y enfocado en el lenguaje como el último mediador, Badiou recurre a las matemáticas (en particular, la teoría de conjuntos) para trazar una teoría del ser.
Badiou se considera un filósofo en el sentido clásico de la palabra. Rechazando el modernismo y el posmodernismo, el falso binario entre absolutismo y relativismo, retoma preguntas sobre la existencia que vienen desde los antiguos griegos. Y si bien su visión de una filosofía totalizante ha sido criticada tanto por filósofos como matemáticos, su obra sigue siendo discutida y ampliada por las enormes implicaciones que tiene. La gran lección de la filosofía es que hasta las especulaciones ontológicas más abstractas pueden decirnos algo sobre nuestras vidas personales, y Badiou no es la excepción.
Por ahora, dejemos de lado su obra maestra ‘El ser y el acontecimiento’ y enfoquémonos en su mucho más práctico libro sobre San Pablo y la universalidad. El libro elabora sobre su noción del evento: un suceso excepcional, un acontecimiento que retroactivamente cambia las reglas del juego. Para Badiou, la Comuna de París y la Revolución Rusa fueron eventos; erupciones que rompieron con la lógica de la situación en nombre de una nueva verdad. Enamorarse, según Badiou, también es un evento; una ocurrencia contingente que rompe con la estabilidad de la realidad y reconfigura sus coordenadas en función de la persona que se ama.
Ahora nos acercamos a la revolucionaria visión de Badiou sobre el sujeto. Contra Descartes, el sujeto no es una consciencia interior racional que resulta de nuestro pensamiento. El sujeto de Badiou surge cuando presenciamos un evento y decidimos serle fiel a la verdad que nos revela. Formalmente, el sujeto del evento es aquel que toma una postura existencial respecto a lo indecidible, olvidando (o ignorando) las reglas del mundo actual y viviendo por una nueva verdad, que para Badiou puede ser de cuatro dominios: arte, ciencia, política o amor.
Esta figura resuena en otras filosofías. Lacan asociaba la ética del psicoanálisis con Antígona, la mítica princesa griega que decidió enterrar a su hermano en contra del mandato del rey. La desobediencia de Antígona la llevó al encierro y posteriormente a la muerte. Su dimensión ética se encuentra precisamente en la decisión de poner un principio, un llamado personal pero inquebrantable, por encima de las expectativas sociales. El no comprometer nuestros valores ante las presiones del mundo es una idea que persiste incluso en nuestra sabiduría popular.
Pero Badiou se enfoca en una figura en particular: el apóstol San Pablo. De entrada, parece extraño que Badiou, ateo recalcitrante, elija como su sujeto eventual al fundador del cristianismo. Pero pasa que Badiou entiende la importancia de las historias, y en particular de las fábulas. Para Badiou, el evento que Pablo presenció (la muerte y resurrección de Cristo) es obviamente una fábula. Pero precisamente su carácter fabuloso es lo que le confiere la universalidad del evento. La verdad que Pablo declara no es el hecho factual de que Jesús resucitó, sino la posibilidad de resurrección espiritual a través de un proyecto revolucionario basado en la fé, la voluntad y el amor al prójimo.
Universal porque para Pablo el evento de Cristo no está dirigido solo a judíos (el “pueblo elegido” de Dios) sino a todo quien quisiera recibirlo. Su título de apóstol de las naciones viene precisamente de sus viajes para llevar la declaración del evento más allá de las fronteras de Judá. Revolucionario porque las buenas nuevas rompen definitivamente con la tradición judáica y proponen una dimensión más allá de la ley del Padre: la ley del Hijo que renace y comienza de nuevo.
Porque no hay distinción entre Judío y Griego, pues el mismo Señor es Señor de todos, abundando en riquezas para todos los que Le invocan
-San Pablo (Romanos 10:12)
Aunque el cristianismo actual se ha pervertido y paganizado, cuando Pablo habla de pecado no habla de romper una ley externa como los Mandamientos sino de un deseo autónomo, de una vida dedicada a la letra muerta de la ley y no a la apertura trascendente y renovada que él nombra amor (ágape). Lejos de la visión seca y conservadora del sacerdote ortodoxo, Badiou nos presenta a un San Pablo afín a su rival Nietzsche, lleno de vitalidad y energía, dispuesto a poner el mundo de cabeza, a decir que bajo el evento cristiano la debilidad es fortaleza y la locura es sanidad. Cristo es el fin de la ley (Romanos 10:4) y el amor es el cumplimiento de una nueva ley (Romanos 13:10). Ante la muerte de Jesús en la cruz, Pablo responde con la resurrección: la fundación de un “sí” universal gobernado por la gracia y el amor.
Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, para mí era mortal
-San Pablo (Romanos 7:10)
Luffy como sujeto
Después de este largo desvío por la antifilosofía paulina, regresemos a One Piece. Mi tesis es que Luffy, como San Pablo, es un sujeto del evento, una figura que no se identifica con sus títulos, logros, o estatus dentro de la sociedad sino con el evento que presenció y su declaración subjetiva sobre la verdad de ese evento. Siendo congruente, Luffy jamás les dice a los demás cómo deben vivir, sino que demanda que ellos mismos lo declaren. Al lector inadvertido esta simplicidad tan específica en el deseo de Luffy podría parecerle banal o incluso inmadura; pero es precisamente en ella que se encuentra su dimensión más radical.
En el mundo de One Piece la piratería es una aberración. Existe un gobierno mundial con leyes y autoridades (profundamente injustas, como en el nuestro) y una marina que se encarga de someter a todos bajo esa ley por la fuerza. La piratería es una aberración no tanto porque los piratas roben y maten sino porque el pirata representa la posibilidad de vivir por fuera de la ley. Otro ensayo podría examinar la relación entre la piratería real y la de la ficción con sus temas de libertad y romance. Pero para este ensayo, tomemos como axioma que la existencia de los piratas representa una excepción: la incapacidad de la ley de ejercer un control total.
Es absolutamente crucial que One Piece comienza con las siguientes palabras:
Hubo alguna vez un hombre llamado Gold Roger, que fue Rey de los Piratas. Tuvo fama, poder y fortuna más allá de tus sueños más salvajes. Antes de que lo colgaran en la horca, estas fueron las últimas palabras que dijo:
Mi tesoro es suyo si lo quieren, pero tendrán que encontrarlo primero. Lo dejé todo en una pieza (en inglés, one piece).
Desde ese día, piratas de todo el mundo navegan al Grand Line buscando el One Piece, el tesoro que hará sus sueños realidad.
Esto es un evento en el sentido Badiouiano. Cuando la Marina ejecuta a Roger, su intención es terminar de una vez por todas con la era de la piratería, someter al mundo entero bajo su hegemonía. Pero el resultado es exactamente el opuesto; al hablar Roger sobre el One Piece, se abre una posibilidad completamente fuera de la ley del gobierno mundial: la de navegar un mar sin fronteras, libre de jerarquías sociales y autoridades ilegítimas. Seamos absolutamente claros: la importancia del One Piece no está ni en la fama ni en el dinero, sino en la libertad de forjar un proyecto existencial diferente al ofrecido por la ideología dominante. No porque se valore la de rebeldía sin causa del adolescente, sino porque se ha descubierto una verdad previamente oculta. Este es el evento que Luffy presenció y al cual decidió dedicarle su vida, convirtiéndose así en un auténtico sujeto.
No es coincidencia que el primer episodio de One Piece se titula: ¡Soy Luffy! ¡El hombre que se convertirá en el Rey de los Piratas!. Temporada tras temporada, algún personaje le preguntaría a Luffy quién es. Aún cuando es nieto del héroe de la Marina e hijo del hombre más buscado del mundo, aún cuando se vuelve un pirata notorio con una de las recompensas más altas del mundo, Luffy jamás permite que esos identificadores externos lo definan. Su respuesta siempre es la misma: “soy Luffy, el hombre que se convertirá en Rey de los Piratas”.
En Luffy tenemos algo que es común en el anime (sobre todo en el shōnen) pero no en la ficción cocidental: un personaje que parece no tener ego, cuya motivación no es un balanceado proyecto de vida de reconocimientos y placeres, sino un sueño específico del cual jamás duda. Cuando se escribe mal, esto simplemente parece una construcción infantil, alguien obsesionado con un capricho que no le permite ver las complejidades del mundo. Pero con Luffy tenemos algo más, una negativa a identificarse por su pasado, sus reconocimientos o sus vínculos familiares. Sus atributos personales no interesan, porque Luffy como sujeto emerge sólo en relación al evento del One Piece.
Volviendo una vez más a la “vida real”. ¿No es útil pensar en estos términos? Mucha de la ansiedad moderna viene de la necesidad de que el Otro nos identifique: soy un artista porque mi trabajo ha sido aceptado en galerías, soy un CEO porque la junta directiva me nombró como tal. Las presiones por conseguir estos títulos, por adaptarnos y demostrar nuestro valor son suficientes para destruir una vida. Pero incluso en aquellos raros casos donde lo alcanzamos, esto nos deja en un lugar estático donde nos preguntamos: ¿es todo?
El identificarse como el sujeto de un procedimiento de verdad nos hace olvidarnos de estas demandas interminables y enfocar nuestra energía en algo que resuena profundo dentro de nuestro ser. Y no hablamos necesariamente de vivir al margen de la ley, sino de librarnos de mandatos socioculturales que van en contra de lo que nos importa, ya sea criar una familia, escribir una novela o ayudar a nuestra comunidad. En esta lógica, no nos define lo que somos o lo que hicimos, sino nuestro compromiso constante con lo que queremos hacer.
Si esto sigue sonando un poco infantil y miope, reconsideremos. El título Rey de los Piratas y las palabras de Roger de fama, dinero y poder dan la impresión equivocada de que lo que importa es la meta. Sugiere una economía perversa donde el evento y la lealtad absoluta al mismo solo son un medio para llegar a un fin de títulos y placeres. Algo que hay que dejar claro es que a Luffy no le interesa el momento de llegar a Raftel y convertirse en Rey de los Piratas. Lo que le interesa es vivir su vida en función del evento inaugurado por Roger, libre de la demanda opresiva de la ley y el aparato social. Esto se enfatiza con las acciones de Luffy, quien constantemente se divierte con los momentos más simples, se desvía del camino claro y toma acciones éticas que parecerían alejarlo de su meta. Ser el hombre que se convertirá en Rey de los Piratas no es es fijar la vista en un futuro incierto, sino trazar las coordenadas de un presente lleno de verdadero sentido.
Por si había dudas, Oda nos las despeja en el episodio 52 (perfectamente titulado El hombre que sonríe en la plataforma de ejecución). Hay una leyenda sobre los D. (el misterioso linaje al que pertenece Luffy) que además de tener la voluntad de desafiar al mundo, mueren sonriendo. Muchos filósofos y poetas han hablado sobre la muerte y la noción de que nuestra actitud hacia la muerte enmarca nuestra vida. Una muerte tranquila, serena y (¿por qué no?) sonriente denota una total satisfacción con la forma en la que hemos vivido. Momentos antes de ser ejecutado (y sin saber que iba a ser salvado) Luffy sonríe. Sonríe no porque haya cumplido su meta de ser Rey de los Piratas, sino porque sabe que vivió hasta el fin siendo fiel a ese llamado.
La ética y los demás
Tanta aversión hacia la ley y el orden social se puede confundir con individualismo o incluso aislamiento. Pero Oda insiste en recordarnos es que esta actitud existencial no tiene nada que ver con el egoísmo individualista que promueve el capitalismo. Por un lado, es cierto que One Piece se burla del altruista, de aquel que encuentra un placer secreto en sacrificarse y ser reconocido como héroe. Quizás con buena razón, One Piece nos dice que esta actitud sigue demasiado vinculada al orden simbólico y a la autosatisfacción, de manera que no puede ser una subjetividad auténtica. Luffy es claro en que no quiere ser un héroe, e incluso el Ejército Revolucionario, que explícitamente busca reemplazar al gobierno mundial por un orden más justo, no busca ser adulado como un salvador.
Pero Luffy es un personaje tremendamente solidario y compasivo en dos sentidos clave. En primera, la ética de Luffy está relacionada con un rechazo del orden social, de su opresión e hipocresía. Luffy quiere ser libre pero sería un hombre infinitamente pequeño si quisiera esa libertad sólo para él. Es por eso que no puede ver a una persona sufrir una injusticia, sobre todo si se trata de alguien débil siendo sometido por alguien más fuerte. Sin realmente buscarlo, y rechazando aplausos y gloria, Luffy va de isla en isla arriesgando su propia vida para ayudar a quienes sufren injusticias, ganándose el respeto, confianza y lealtad de todos en su camino.
En segunda, uno de los conceptos centrales en One Piece es el de nakama. Aunque la traducción literal es “amigo” o “camarada”, en One Piece la connotación es algo aun más cercano que una familia. Siguiendo a San Pablo, la fidelidad al evento necesariamente implica la creación de una comunidad de individuos excluidos del viejo orden y unidos por la fé en la verdad que el evento nombra. En el caso de Luffy, su tripulación, de alguna u otra manera, comparte su sueño, su visión de navegar el mundo y encontrar algo más allá de lo que ofrece la ley. Esto hace que Luffy desarrolle un amor y una lealtad incondicional hacia sus nakama, al punto que protegerlos es incluso más importante que sobrevivir y llegar a ser Rey de los Piratas. De nuevo volvemos a viejas sabidurías: quien no vive para servir, quien no construye comunidad y valora a sus seres queridos tanto como a sí mismo, no sirve para vivir.
Esto no es ni la punta del iceberg de One Piece, donde hay peleas que por su cuenta ameritarían un ensayo completo. Sus casi mil episodios contienen incontables reflexiones sobre justicia, política, racismo, género, ética y lo que significa vivir una vida auténtica. Esto no es decir que es una obra perfecta. El manga, y sobre todo el anime, tienen una gran cantidad de problemas que quizás quepan en otro ensayo. One Piece está limitado por los errores de Oda (que a pesar de su apodo “Goda” en alusión a Dios, sigue siendo humano) y por las demandas comerciales de Shueisha y Toei. Pero quizás la limitación más grande, si es que podemos llamarla limitación, es su propio medio. A pesar del éxito que el manga y el anime han tenido en occidente, se sigue considerando un nicho, que difícilmente aparece en discusiones serias de crítica cultural. Y a pesar de que Oda navega ese espacio tan bien, el hecho de ser un shōnen pensado para niños definitivamente impone un tono y un marco que dificultan su entrada en conversaciones más serias.
Pero a pesar de todo esto, yo creo en One Piece. Mi opinión es que esta obra merece sentarse en el Olimpo de la literatura universal, al lado de los mejores clásicos antiguos y modernos, no sólo por sus temas sino también por su ejecución artística. Es posible que la mayoría esté en desacuerdo conmigo por razones muy válidas. Pero si nuestra meta fuera que One Piece sea reconocida como una pieza “seria” digna de estudio académico, estaríamos cayendo en lo que tanto hemos criticado. Mejor decir que Echiro Oda y la comunidad de seguidores hemos tomado parte en un evento artístico cuya magnitud aún es desconocida. Un evento que, si bien puede no cambiar al mundo, nos abre una ventana más allá del mismo.