Vivimos en ciudades que no verán en la pantalla
-Lorde
En nuestra cultura, viajar significa algo. Desde los antiguos hasta los modernos, el romance de otros mundos que cautivó a Homero ha sido terreno de héroes y santos. ¿Pero qué significa viajar en la era de Google Earth donde no parece haber nada nuevo bajo el sol?
Podemos describir al viajero actual con sola palabra: wanderlust. Aunque su definición es “un fuerte deseo de explorar el mundo”, el wanderlust de redes sociales y blogs de viaje es un híbrido ideológico; una mezcla entre cultura hippie y una fijación posmoderna con imágenes virtuales.
Para entender el segundo punto ubiquémonos en los 50 y 60 que vieron el fin de la Segunda Guerra Mundial, el inminente fracaso ético-político de la Unión Soviética, el auge de un mercado global y la televisión como medio de comunicación masiva. Estos sucesos debilitaron las narrativas políticas y religiosas que daban sentido al mundo moderno. El posmodernismo nace como un intento de describir esta nueva condición humana; una era caracterizada por rápidos cambios tecnológicos y el intercambio de símbolos en ausencia de una narrativa sustancial.
El sociólogo francés Jean Baudrillard fue uno de los muchos en teorizar sobre estos fenómenos. Para Baudrillard, mientras las sociedades modernas y premodernas se organizaban alrededor del consumo y la producción de bienes, las sociedades posmodernas se organizan alrededor del consumo y producción de imágenes. Baudrillard llama “simulación” a estos espacios virtuales de representación simbólica, como revistas, televisión e internet.
Cada avance tecnológico nos hunde más en la simulación, hasta que ésta se vuelve indistinguible de la realidad que representa. Baudrillard llama a esto “hiperrealidad”, el punto donde las imágenes y las apariencias sustituyen a la realidad material en nuestras relaciones sociales. Las imágenes se vuelven autorreferentes, reflejando únicamente otras imágenes sin substancia: letras sin mensaje, una copia sin original.
Pensemos en la industria del turismo. Los países y empresas invierten en crear y promocionar experiencias que se acerquen a las expectativas del turista. Ya sea comer baguette y vino en un café al lado de la Torre Eiffel, montar elefantes en Tailandia o atravesar el Sahara a camello, el turista no busca un encuentro nuevo y potencialmente traumático con el Otro, sino replicar la imagen que ha visto tantas veces. Y detrás hay una industria millonaria dispuesta a proveerla.
Estas imágenes luego se reproducen en Instagram, Pinterest y Tumblr para consumo de una audiencia virtual. Fotos de pasaportes, de paisajes, de landmarks, de animales y comidas exóticas, de personas en vestimentas tradicionales, todo bajo un hashtag que conecta esa hiperrealidad. Entre más fabricada sea la experiencia, más fuerte es su valor simbólico, afectando cómo las personas se perciben a sí mismas y a las demás. Es un espectáculo y el espectador puede llenar los vacíos narrativos con deseos abstractos: felicidad, libertad, descubrimiento espiritual.
Y si pensábamos que las especulaciones de Baudrillard caían en la exageración o la paranoia, veamos una tendencia reciente en redes sociales: influencers que mienten sobre haber viajado. Ya sea tomarse una foto en una ubicación ambigua diciendo que es Bali o retocarla con Amsterdam de fondo, lo que tenemos en estos casos es simulación pura. No es solo que nos dieron información falsa; sus miles de likes y seguidores son prueba de la eficiencia simbólica de la imagen, que funciona aún si no hay una realidad detrás.
Hay una figura que sirve como antídoto a todo esto. Anthony Bourdain fue un chef neoyorkino que se especializó en documentar cocinas de todo el mundo. No nos dejemos engañar con otros programas vulgares de turismo culinario que se lucran de la producción de imágenes; Bourdain es en muchos sentidos un anti-wanderluster y por ende, posiblemente el último gran viajero real.
Entre 2005 y 2012, Bourdain protagonizó No Reservations para el Travel Channel. Ya desde entonces su estilo lo separaba de otros shows del género (incluyendo su anterior proyecto A Cook’s Tour) ya que no se trataba solo de platos exóticos y coloridos, sino de platicar con locales para aprender de su cultura. Tan conectado estaba su show con la realidad que en 2006 cuando filmaban en Beirut, estalló el conflicto con Israel y el equipo aprovechó para filmar lo que veían, incluyendo los bombardeos y un encuentro con militantes de Hezbolá. Esta mirada a una realidad histórica le valió al episodio una nominación al Emmy.
Pero no fue hasta Parts Unknown (2013-2018) que el carácter y el genio de Bourdain realmente brillaría. Como su nombre lo indica, Parts Unknown trata sobre lugares desconocidos. No solo lejanos o exóticos, sino pobres, devastados, remotos u olvidados. Vemos sitios como Detroit, Myanmar o el Congo que no tienen muchas imágenes que ofrecerle al viajero posmoderno. Sin una gota de arrogancia o pretensión, Bourdain se sienta a comer comida callejera y deja que los locales cuenten sus historias.
Parts Unknown no se conforma con enseñarnos lo radicalmente diferente, lo cual rozaría en morbo u orientalismo. En un ejercicio de finísima dialéctica, Bourdain visita también lugares bien conocidos como Hawaii, Tokio o Londres. Pero cuando lo hace, es para mostrarnos precisamente lo que nadie ve: las personas y lugares reales que aman y sufren detrás de la danza de imágenes.
Quizás el episodio que más captura la esencia de Parts Unknown es el tercero de la tercera temporada. En un momento extremadamente autorreflexivo, Bourdain visita la fantasía turística por excelencia: Las Vegas. El episodio está perfectamente consciente de que Las Vegas es una ciudad de imágenes, donde todo gira alrededor de cumplir las expectativas mediáticas de diversión y exceso que buscan sus turistas. Pero lejos del Bellagio, Bourdain se refugia en pequeños bares locales, donde habla con cantantes y bartenders sobre cómo es la vida diaria en una ciudad dedicada al turismo.
No conforme con navegar las afueras de la fantasía, Bourdain la confronta directamente. En uno de los momentos más meta de toda la serie, Tony se sienta a comer caviar y foie-gras en una de las villas más exclusivas del Caesar’s Palace. En lo que para otros sería una muestra vulgar de estatus y opulencia, Bourdain y el escritor Michael Ruhlman conversan con ironía sobre el lujo y la exuberancia de Las Vegas y lo que esto significa para las personas que lo viven.
El wanderlust se trata de sustraer matices complicados y vender imágenes vacías. Mientras hace vagas referencias a la cultura New Age de nomadismo y desapego, es totalmente indiferente a las realidades materiales de un mundo interconectado. No nos muestra los momentos de incomodidad y aburrimiento que conlleva viajar. No nos dice que poder viajar (y sobre todo dedicarse a ello) es un enorme privilegio económico. Jamás menciona toda la explotación económica, cultural y ambiental que hace posible este estilo de vida.
Parts Unknown hace lo opuesto. No hay un episodio donde Bourdain y sus invitados no nos hablen sobre la historia y las complejas realidades políticas de los lugares que visitan, desde pobreza y corrupción hasta conflictos étnicos, religiosos y decoloniales. Y lo hace sin tomar la distancia de un documental tibio, sino mezclando la asertividad subjetiva de la antifilosofía con el periodismo gonzo de Hunter S. Thompson. Bourdain se inserta directamente en sus historias, hablando abiertamente sobre sus principios, sus solidaridades y sus errores, sin miedo a denunciar a criminales de guerra como Henry Kissinger:
Una vez que has estado en Camboya, nunca dejarás de querer golpear a Henry Kissinger hasta la muerte con tus propias manos. Nunca vas a poder abrir un periódico y leer sobre ese sinvergüenza asesino y traicionero sentándose con Charlie Rose en un lujoso evento sin atragantarte. Mira lo que Henry hizo en Camboya – los frutos de su genio diplomático – y jamás vas a entender por qué no está sentado en La Haya al lado de Milošević
-Anthony Bourdain
¿Qué significa todo esto para nosotros? No se trata de firmar un contrato con CNN que nos permita comprar un vuelo a Gaza. Tampoco está mal documentar nuestros más mundanos viajes en Instagram y Facebook para nuestros amigos. Lo que está en juego es más bien una actitud existencial: ¿elegimos las imágenes o elegimos las complejas, poco glamurosas e incómodas realidades del mundo? Para Anthony Bourdain y Parts Unknown, la respuesta es clara.
No estuve en Haifa, no estuve en Irlanda del Norte, estuve en Beirut…Había comenzado a pensar que la mesa era el gran nivelador, donde gente de todas partes del mundo podía sentarse y comer y tomar y, si no resolver todos los problemas del mundo, al menos encontrar terreno en común. Ahora, no estoy tan seguro. Quizás el mundo no es así en lo absoluto. Quizás en el mundo real sin cámaras y shows de turismo culinario, todos, buenos y malos, son aplastados por la misma rueda terrible. Espero, en verdad espero, equivocarme.
-Anthony Bourdain
Para ejemplificar este dilema, volvamos una vez más a Baudrillard. En “La violencia de lo global”, Baudrillard hace una distinción entre lo global y lo universal. Lo global representa el wanderlust: tecnología, mercados, turismo y una homogeneización que, mientras fetichiza la multiculturalidad, engloba al planeta en la lógica capitalista y reduce toda expresión cultural a un artefacto de consumo. Parts Unknown, por el otro lado, es un ejercicio en universalidad: en mostrar cómo todos los humanos estamos conectados por los mismos anhelos: el arte, el humor, la libertad y, por supuesto, la comida.
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