El videojuego como arte es, casi por definición, el videojuego como filosofía. The Stanley Parable (2011) toma lo que sabemos sobre los juegos—sus mecánicas y estructuras narrativas—y lo subvierte para decirnos algo sobre el medio y sobre nosotros. Desde lo cómico hasta lo existencial, es una obra que apuesta fuerte por la autoreflexión.
Comenzamos como Stanley, un empleado estereotípico de oficina. Lo primero que escuchamos es la voz de un narrador, quien nos dice que la existencia de Stanley gira en torno a presionar botones en una pantalla. Stanley sabe que si espera lo suficiente, alguien le dirá qué hacer. Aquí nos damos cuenta de algo: acostumbrados a la lógica de los videojuegos, leemos las instrucciones, presionamos el botón y esperamos que nos lleve a algún lugar. Cuando el narrador habla de Stanley, en realidad habla de nosotros.
The Stanley Parable tiene varios finales dependiendo de nuestras acciones. El primer final se consigue al seguir todas las instrucciones del narrador. Descubrimos una conspiración: toda la oficina está bajo un programa de control mental. Escapamos del edificio y el narrador nos dice que ganamos, que ahora somos libres y Stanley es feliz.
¿Pero realmente lo somos? No hicimos más que seguir órdenes y presionar botones, igual que Stanley el oficinista. Nos llevó a un final feliz, pero falso. Insatisfechos, volvemos a comenzar el juego. Ahora sabemos que el juego se burló de nosotros, que nos mostró nuestra propia posición de obediencia ciega. Ahora queremos desafiar al narrador.
Decidimos no entrar por la puerta que nos dice y vemos que esto nos lleva a otro camino. El narrador está desconcertado, nos sigue dando órdenes pero, con nuestra nueva injunción de rebeldía, las desobedecemos. Pero no importa cuánto ignoremos al narrador. Podemos irnos por la puerta incorrecta, podemos suicidarnos, podemos meternos a un cuarto de limpieza y esperar, podemos tirarnos por una ventana pero el resultado siempre es el mismo: terminamos en un diálogo preprogramado y el juego vuelve a comenzar. El juego no solo permite que exploremos libremente nuestras opciones sino que lo espera, solo para mostrarnos que esas opciones también están predeterminadas por diseño.
Una de las muchas formas de entender este juego es a través de la teorías de Jacques Lacan y Slavoj Žižek. Lacan separa al mundo psíquico en tres registros: Imaginario, Simbólico y Real. Lo Imaginario es todo lo que vemos y sentimos y lo Simbólico son las reglas (lógicas, morales, lingüísticas, sociales) que conectan y dan sentido a esas imágenes. Lacan usualmente se refiere al orden simbólico como el gran Otro: una entidad anónima que garantiza la consistencia del universo.
Žižek aplica las teorías de Lacan para analizar la ideología. Nos dice que nuestras ideologías son construcciones simbólicas que nos dan propósito, consistencia y una narrativa clara. Una religión nos tranquiliza diciéndonos que todo es parte del plan divino; mientras un dictador de derecha nos dice que nuestros problemas son culpa de una minoría, y uno de izquierda que son culpa de los ricos. Para Žižek, incluso el hedonismo materialista, el nihilismo o el realismo darwiniano de algunos ateos son ideologías que construyen escalas subjetivas de valor.
En los primeros finales de The Stanley Parable, el narrador es el gran Otro. Es quien sabe lo que tenemos que hacer. Esperamos que obedeciendo (o desobedeciendo, ya que para Zizek la rebeldía nunca está fuera de la ideología) nos dé una respuesta, un final feliz y definitivo. Pero el juego desgasta nuestra confianza cuando el mismo narrador se burla de nuestra búsqueda de dirección y sentido.
The Stanley Parable juega mucho con este concepto y el rol del Otro evoluciona mientras avanzamos. El narrador rompe la cuarta pared, está completamente consciente de que es un juego y nos hace comentarios al respecto. En un punto se confunde y busca en un libro lo que tiene que hacer, ¿el narrador no es omnisciente? ¿quién escribe el libro que lee? Lacan llama a esta figura el Otro del Otro, y es la base de la paranoia: ¿quién es la figura que realmente sabe lo que está pasando? En uno de los finales más inquietantes, el narrador desaparece sin ninguna explicación. Esa libertad que tanto queríamos resulta sofocante una vez la tenemos y no sabemos qué hacer.
El juego deshace todos nuestros intentos de buscar significados. En un final nos muestra un scoreboard de jugadores y nos pide calificar nuestra experiencia. Poco después, volvemos a comenzar. En otro, el edificio va a explotar y nos dan una serie de botones y colores que parecen un rompecabezas para detenerlo. El narrador se ríe de nosotros mientras desplegamos nuestra inteligencia tratando de encontrar una lógica. No hay ninguna, los botones no significan nada y la instalación va a explotar de todas maneras. Volvemos a comenzar. En dos finales, llegamos a una especie de nirvana donde el narrador experimenta un éxtasis divino y trascendente y nos pide quedarnos ahí. Pero tampoco es lo que buscamos; volvemos a comenzar. En el final más enigmático, el juego se burla de él mismo (y de nuevo, de nosotros) al mostrarnos otros juegos “profundos y filosóficos”. Cuando los completamos, solo nos da frases irónicas que terminan con “felicidades, te amo”.
Y volvemos a comenzar.
La pregunta se vuelve: ¿cómo vivir cuando somos tirados en un mundo ya construido, con reglas ajenas y autoridades que actúan como árbitros de nuestras acciones? La obediencia, nos dice, es la muerte, pero la desobediencia también es parte del juego. Perseguir sentido, placer, o trascendencia puede llenarnos pero no hay garantías de nada. ¿Hacia dónde volteamos en búsqueda de dirección cuando nuestra confianza en la autoridad (religiosa, paterna, estatal, etc) está tan debilitada?
Para Žižek, la respuesta está en el tercer registro lacaniano: lo Real. Lo Real no es “la realidad tal cual es”, un mundo objetivo al cual podemos acceder cuando nos quitamos los lentes de la ideología, donde las cosas tienen sentido y sabemos lo que hay que hacer. No, lo Real no es la realidad sino su contraparte, un abismo de significados, ese vacío existencial que se resiste a ser representado. Es aquello que no existe pero insiste, dejando un trazo fantasmagórico en todo lo que hacemos.
El final “real” (¿o Real?) de The Stanley Parable es posiblemente el más interesante. Después de tomar una decisión que no tiene sentido narrativo, la realidad del juego se vuelve inconsistente y se comienza a desintegrar. El narrador reconoce que no somos Stanley sino “una persona real”. Por primera vez, vemos a Stanley desde la tercera persona, vemos los confines del cuarto donde hemos estado jugando y un abismo negro a su alrededor. Stanley está quieto frente a las dos puertas mientras el narrador le ruega que siga la historia ya que se necesitan el uno al Otro. Aparecen los créditos. Esta vez no hay música, no hay scoreboard, no hay felicitaciones ni desenlace. Este final es menos gratificante y menos conclusivo que los anteriores, pero extrañamente, se siente más real.
Esto es afín a lo que Žižek llama atravesar la fantasía. No podemos, ni queremos, vivir en lo Real. Pero podemos reconocer que no hay un Otro del Otro que garantice su discurso, que no hay una gran resolución, ninguna última verdad detrás de la cortina. No hay nadie que nos pueda decir cómo vivir, porque no hay una sola forma correcta de vivir. No podemos salir de la fantasía fundamental, pero podemos reconocer que es una fantasía y por lo tanto moldeable y reconstruible. Podemos jugar con significantes, tomar diferentes posturas en torno al Otro y repensar nuestro destino de acuerdo a nuestro deseo porque el narrador de turno tampoco tiene las respuestas. En un gesto que evoca a la libertad radical de Sartre, el juego nos deja descentrados, mirando desde afuera, con la voz del narrador volviéndose cada vez más irrelevante y una sola y final pregunta: ¿y ahora?
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